Mostrar la imagen Real
Si hay algo de cierto en el movimiento posmoderno de la imagen, es que, desde lo artístico hasta lo cotidiano, hay una propensión por la captura de lo Real en términos absolutos: ya no es que se necesite representarlo, simbolizarlo, sino que hoy el placer se encuentra en la simple presentación de él; lo que antes se suponía detrás del velo hoy se puede encontrar fácilmente afuera, desnudo y a la vista pública.
Este uso de la imagen, este intento de presentar lo Real a todo costo, se condice con la menor necesidad de mediación por palabras. Esto es interesante en el plano político, pues la prensa se ve afectada por el imperativo comercial de vender noticias cada vez más escandalosas, para lo cual es necesario limitar el sentido, por así decirlo: el análisis o la opinión, para dejar incompleta la cadena de forma intencionada; lo que viene después es la angustia del ciudadano, que buscará completar un significado ante lo presentado en lo social. Desde ahí operan los medios en campaña, como un aparato propagandístico de guerra, con significaciones vacías a llenar emotivamente por los ciudadanos. Un estado de emergencia –o de excepción permanente- de la información.
Evidentemente, no estamos hablando de un movimiento político, sino de todo lo contrario, de la despolitización moderna, donde se encuentra el discurso social fragmentado, donde reduce lo político a lo meramente personal, a ese pequeño terror imaginario de cada uno. Vemos entonces que en la campaña electoral lo que se encuentra fundamentalmente es el miedo al otro, dependiendo de qué lado estemos, y no de una apuesta por algún proyecto político. Eso, más bien, es lo que menos hay.
El discurso sobre la cuestión política se restringe desde la oficialidad: sale Alan García periódicamente a hablar a los medios con ese fin desde el vacío absoluto de sus palabras. Dice, por ejemplo, que “lo sucedido en Puno tiene un tufillo electoral”, haciendo referencia evidentemente al candidato crítico del sistema económico, y no hay más, sólo la mención de lo Real de la ciudad, aquella alteridad de quienes no gozan de lo mismo que nosotros. Serían entonces, en este fantasma, los humalistas, esos que viven en las alturas y que no saben qué es el desarrollo, los causantes de los desmanes antidemocráticos acontecidos; congelando así cualquier significación y, de paso, previniendo la aparición de la pregunta sobre el tema. Es clásico, el maniqueísmo sirve de respuesta antes que aflore cualquier pregunta, pero acrecienta imaginariamente la diferencia entre las partes.
Hace unos meses se excarceló a Lori Berenson, una estadounidense condenada por terrorismo que había cumplido su pena; es decir, legalmente. Los medios presentaron nuevamente el peligro de que el Poder Judicial empiece a soltar a los subversivos y presentaron –lógicamente- el horror de los heridos y la destrucción del jirón Tarata, en el corazón de Miraflores, distrito en que casualmente había ido a residir Berenson y su familia. La reacción de uno de los distritos más mediatizados del Perú fue inmediata: se realizaron plantones y marchas por la paz, en las que se pedía que la estadounidense fuera o encarcelada nuevamente o expatriada para siempre. Hubo dos cosas interesantes aquí: por un lado el semblante político de una acción profundamente antipolítica, como aquellas manifestaciones, en las que había la lógica bastante clara de presentar la propia humanidad (familias enteras vestidas de blanco, fuera de la casa de los Berenson con niños pequeños sosteniendo las velas y declarando “contra el terrorismo”, por ejemplo), que se afirmaba a partir de la amenaza de aquellos otros que ya no solamente no eran sujetos de derecho –o de la legalidad-, sino que ya estaban despojados de la humanidad, pues evidentemente “no eran iguales”. La segunda cosa es la emergencia fabricada del miedo como la única forma “genuina” de acción cívica, la defensa ante lo extraño que ya ha sido congelado con el significante, en este caso lo indudable es que Berenson es “terrorista” y no hay vuelta qué darle. En este sentido es muy gráfica la siguiente frase de un manifestante en televisión nacional:
“¿Qué los del MRTA no eran comunistas?, ¿Por qué vienen entonces a vivir a Miraflores?, ¡que se vayan a Comas o por ahí!”
He allí que el argumento democrático se degrada y se reemplaza por el más limitado de los localismos, el del fantasma, el de la amenaza imaginaria producida desde el discurso vacío, que digamos es otra forma de jugarle a lo Real.
Igualmente hay que advertir que no es sin intención ni dirección que hay aquella demarcación. Y pues, el criterio no es la virtud moral precisamente.
Si existe algo cierto que ha dejado esta campaña es la evidencia de la determinación económica de lo condenable o de, más simplemente de los obsceno –pues resulta que ahora hay obscenos aceptables-, y es indudable que en la asimetría mediática está la pista sobre aquella alteridad amenazante, que no pasa por los actos finalmente. Eso explica nuestra primera vuelta, donde el electorado limeño se ha revelado como una isla frente a la grieta profunda que lo separa del interior del país, menos mediatizado y por ello, significado como menos capaz de tomar decisiones. Esto es interesante si pensamos en que la capital se había volcado a apoyar a la candidatura perversa del fujimorismo.
El poder de tomar decisiones
La capital se siente de alguna forma superior frente a la supuesta visceralidad provinciana, que mientras está más lejos del ideal civil limeño es vista con mayor distancia hasta finalmente ser negada por completo. Claro, hasta que explotan las protestas.
Es común encontrar dos argumentos que justifican esta distancia: en primer lugar la diferencia educativa, profesional o técnica y en segundo término, las credenciales democráticas.
Se piensa, en la ciudad, que lo que principalmente ofrece la posibilidad de decisión responsable es la competencia técnica, profesional. Como si el paso por la universidad de alguna mágica forma concientizara políticamente a los individuos, quienes no han tenido posibilidad de integrarse al sistema educativo superior quedarían rezagados cívicamente frente a los sectores más privilegiados, que tampoco pretenden reducir esa distancia.
Hace algunas semanas un familiar me hizo una pregunta muy interesante para dar cuenta de esta posición burguesa:
“¿Tú acaso crees que mi voto, el de un profesional educado y competente, debería valer igual que el voto de un analfabeto o de alguien que sólo se dedica al campo?”
La lógica de la exclusión toma aquí un sentido concreto. Por un lado el ideal burgués se identifica plenamente con el ideal nacional, de modo que el interés particular de una clase social toma legitimidad absoluta frente a la supuesta precariedad de los otros, que no están preparados; y por otro, está el racismo como forma de terror ante lo éx-timo, es decir lo que se denuncia afuera pero que es profundamente propio, lo cual da cuenta de una posición de fortaleza aparente, basada en el aprovechamiento de una posición social y de la diferencia de los objetos de goce, que revela una pobreza subjetiva que no permite significar un ápice de lo ajeno: “no puedo reconocer a quien no goza de lo mío”.
El segundo argumento va más o menos por ahí y es que a más distancia con la forma de vida civilizada de la capital, hay menor respeto por el estado de derecho, por las instituciones o aún hasta por las libertades personales. Ligando con el primer argumento, podríamos concluir que se dice que a menor educación hay mayor propensión al autoritarismo. Esta creencia se basa en la concepción de un poblador andino premoderno, estancado anacrónicamente en la colonia, si no es que antes, por no tener acceso a la tecnología; razón por la cual mantendría una relación vertical con la autoridad, una relación hasta feudal, en la que el criollo es visto como el enemigo. No hay pues, posibilidad de decisión responsable si existen perennes tanto un revanchismo histórico-étnico de parte del poblador andino, como su inalterable atraso tecnológico y social.
Por el contrario, el criollo se percibe como mucho más independiente, precisamente porque, según su decir, cuenta con muchísimos más canales de información. Sin embargo el planteamiento del autoritarismo es una contradicción, puesto que, si bien es cierto que el limeño está más habituado al escándalo mediático, también es verdad que lo ha normalizado y lo tolera como una cuestión natural; lo intolerable es que aquellos incivilizados no acepten que eso es parte de la vida, lo intolerable, en resumen, es la politización.
También he podido recoger un ejemplo bastante claro acerca del tema. Un grupo de amigos que trabajan en una cadena internacional de hoteles me habla acerca del miedo que le tienen a Ollanta Humala, a lo que contesto preguntando de dónde viene ese miedo. Luego de algunos momentos de duda una de las chicas me da una contestación brillante:
“Es que nosotros asumimos que hay quienes están más informados que nosotros, por ello, cuando los gerentes nos reúnen para decirnos que votemos por Keiko, les creemos. Ellos dicen que si gana Humala, todos nos quedaremos sin trabajo”.
El argumento de la independencia capitalina se derrumba, pues el amo autoritario toma corporeidad en precisamente el espacio de libertad criolla: el mercado y el régimen liberal. Aquí es brutalmente directo: la dirección de la empresa toma a su cargo la decisión responsable de los empleados, que asumen que se están cuidado sus intereses, siendo que están conculcando sus derechos.
En la primera vuelta, Ollanta Humala, con un discurso contra el sistema económico gana en el Cusco con una aplastante cifra de casi 60% de los votos. ¿Cómo se explica esto, siendo aquella ciudad la bandera del desarrollo descentralizado del modelo peruano?, ¿cómo la provincia de hecho más capitalizada del país tiene una amplia mayoría de descontentos?. La respuesta capitalina fue simple: son una manga de golpistas y amantes de los discursos radicales, a los que les falta educación; pero sabemos que las cosas no son tan fáciles.
Lo que sí sabemos es que lamentablemente para el argumento criollo, los que votan en Cusco son los cusqueños y no los inversionistas o usuarios de las cadenas de hoteles, trenes, restaurantes y comercios que han florecido en los últimos años; son los cusqueños quienes no sienten que el progreso les toca, sino que por el contrario, que en su ciudad se ha establecido una suerte de ghetto donde ellos son los aislados. No se contempla en ningún momento que el modelo neo-liberal no sea suficiente para mejorar la vida de quienes se supone que lo disfrutan o siquiera que no sea útil para interpretarse en otros contextos sociales, es más, la creencia religiosa en el modelo convierte en condenables a todos quienes se opongan a él. El voto anti-modelo es despreciado pese a que el voto pro-modelo ha demostrado ser más radical, más exclusivo y más autoritario.
También fue muy evidente la destitución de Vargas Llosa como abanderado de la libertad y la democracia, pues al apoyar públicamente la candidatura de Humala, al parecer habría dado la espalda a todo fundamento liberal, en especial a lo que sostuvo a la candidatura fujimorista: la continuidad del modelo.
Y es que Vargas Llosa es un liberal ante todo, o al menos para los liberales debió seguir siéndolo y no traicionarlos con argumentos morales que al final los desenmascaran. En todo caso queda evidenciado que el acto moral lo ha separado de sus antiguos aliados. De ahí que mediáticamente el perverso es él, finalmente, pues nos quiere arrastrar a su vórtice de odios personales, lógicamente sin tomar en cuenta ni una sola de sus razones, otrora respetables.
En conclusión
Podríamos caracterizar con el caso Vargas Llosa que el principal lugar de separación social es el mismo lugar que Jorge Alemán caracteriza como el lugar del malestar en la cultura: el discurso capitalista, o aquel discurso que pretende eliminar la castración a todo costo.
Por otro lado, ese uso mediático-perverso de lo Real termina por instaurar la normalización del horror, la regulación del espacio cívico por la especulación capitalista, que borra del camino cualquier atisbo de noción moral o ética, las que son representadas por significantes vacíos, como por ejemplo “caviar” , “rojo”, “antidemocrático” y otros.
Hay una creencia religiosa en el modelo económico, creencia que no permite cuestionamientos, y también la Iglesia ha respondido ante esa creencia, tiñendo de virtud un movimiento profundamente amoral como el fujimorista, saliendo en defensa del conservadurismo de derecha.
Hay un proceso de despolitización que también responde a que cada vez es menos necesaria la palabra para dar algún sentido a la irrupción o a la presentación de lo Real. El miedo en la ciudad es organizador, creando espacios de fundamentalismo social donde el discurso capitalista es la única respuesta.
La prensa, al tratar de aprehender lo Real, se está enfrentando a su propia aniquilación, pues el único modo de diferenciar la ilusión de la realidad del horror de lo Real, que es el objetivo, es ponerlo en acto. Ser, ellos mismos, quienes escenifiquen el horror que pretenden mostrar.
El psicoanálisis se opone a la visión reducida del sujeto desenganchado del Otro, lo psicotizante del discurso capitalista debe ser señalado e interpretado en las instancias en las que los analistas trabajan. El trabajo del psicoanalista en la ciudad pasa, entonces, por politizar el lazo social, hacerlo una práctica y evitar que se diluya en la espiral de consumo del mercado.
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